La respuesta a todas esas interrogantes es
sencilla. No replicaron porque estaban conscientes que no se trataba de
injurias, sino por el contrario, eran puras verdades las que les estaba
diciendo de frente y por escrito, sin ningún temor o vacilación; y no habiendo
podido replicar legalmente a todos mis descargos e imputaciones ético morales
en el momento oportuno y adecuado para su reputación, no tengo la menor duda,
que decidieron acusarme de Desacato como único recurso que les quedaba para
poner fin al engorroso proceso en que se vieron envueltos, luego de percatarse
que su estrategia del cansancio para imponer sus acostumbradas severas,
ejemplarizantes e injustas medidas no les había dado resultado conmigo, como
suele suceder en el 99% de estos casos; y haber temido a que por el camino que
iban los acontecimientos en cualquier momento me atreviera yo a acusar al
mismísimo Fidel Castro. Recordemos que ya el 16 de noviembre del 2001 yo había
acusado formalmente al Fiscal General de la República, General Juan Escalona
Regueira, por el Delito de
Prevaricación; tipificado al haber omitido éste el deber
de haber tramitado y respondido a una Impugnación que en tiempo y forma hube
de presentarle en fecha 11 de mayo del 2001, donde me
quejaba en duros términos del Sr. Francisco Javier Fernández Guerra, Director
de Ayudantía de la Fiscalía General, y del Vice Fiscal General Pino Bécquer, hoy erigido en todo un
representante de Cuba ante nada menos que la Comisión de Derechos Humanos de la
ONU. Además, estando obligados a toda costa a obstruir el curso legal de mi
fundamentada acusación contra el General Juan Escalona Regueira, decidieron
acusarme, con quien sabe que diabólica y malsana estratagema en mente, hasta mi
aniquilación física si les fuese necesario.
Pero
por suerte, procuré a un experimentado abogado de la Habana por asesoría, el Dr.
Iván Celestrín; quien luego de estudiar minuciosamente el expediente que al
efecto yo había conformado, concluyó que lo mejor que yo hacía era enviar un
escrito de disculpa a todos y cada uno de los funcionarios que yo había
insultado en mis denuncias, pues yo no debía esperar justicia en este nuevo y
decisivo juicio, si hasta ahora no lo había logrado. Inmediatamente interpreté su
mensaje. Ahora estaba en juego no solo mi libertad, y mi seguridad personal en
prisión, sino la estabilidad económica y psíquica de mi familia entera. Entonces,
mi nuevo asesor redactó la carta de disculpas y se encargó el mismo de hacerlas
llegar a su destino.
De repente, casi seis años de lucha intransigente
parecían haber llegado a su fin. Un bien fundamentado temor, después del intento
de enjuiciamiento macabro que fraguaron para llevarme a prisión y aniquilarme
en la misma, no me dejaban otra alternativa que esperar
pacientemente por este momento para continuar con mis denuncias de este caso.
Fin
de la Primera Parte.